Apenas amanecía, ponía las alforjas a la
vieja mula e iniciaba el camino. Dejaba
en el fondo del valle el pequeño pueblo y subía, cerro arriba, por la falda del
volcán dormido hasta alcanzar el nevero, a casi 5000 metros de altitud. Y allí,
empezaba su trabajo. Pico y pala iba arrancándole cristales helados a la
montaña sagrada. Antes del atardecer llegaba con las alforjas llenas a la
aldea, dónde le recibía una algarabía de vecinos ansiosos de zumos helados y
comida fresca.
Cuando su oficio ya era superfluo en un mundo de neveras y congeladores y todavía alguien le preguntaba por qué seguía, él siempre contestaba con una media sonrisa: "ya ve, ¡dinero fácil!"
Y con él, que ya era mayor, terminaba la saga de hieleros que arrancaba pedacitos del volcán dormido.
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